Marcos
Veroes
A propósito de la celebración del
día Internacional del Libro, el idioma, la lectura y el derecho de autor,
realizaré cuatro consideraciones que me parecen propicias recordar y traer a
colación en dicha fecha. Partamos entonces con las formalidades reservadas para
estos casos.
La primera
consideración es que desde 1995 asistimos a la celebración del día del Libro.
Esto con el ánimo de promover el hábito de la lectura en las personas tiene un
origen algo extraño, pues según la historiografía, en el año de 1616 fallecían
el genio español Miguel de Cervantes, el portento de la dramaturgia William
Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega cuyo nombre en realidad era Gómez
Suarez de Figueroa (hoy en día lo veríamos como una versión anticipada de un
decadente Mario Vargas LLosa). Se trata de una manera extraña de hacer
coincidir en un mismo día y el mismo año el deceso de tres escritores de
distintas nacionalidades para reblandecer sentimentalidades poco educadas para
,a partir de allí, promover el hábito de la lectura y por extensión la venta de
libros. No es extraño entonces suponer, desde la manía conspiranoica, de que
esta festividad o celebración haya sido diseñada, aupada, propuesta y ejecutada
por un grupo de editores como estrategia de mercadeo.
Pues bien, la celebración ya está
hecha y como estos detalles dan para mucho, paso a la siguiente consideración.
En estas apartadas regiones equinocciales, hombres como el maestro Samuel
Qüenza han dedicado buena parte de su vida a la realización de libros de textos
para que el acto de impartir formación sea un acto más provechoso tanto para el
aprendiz como para el docente. Esta labor se ha iniciado desde las aulas hasta
los talleres de impresión del Instituto de pedagogía rural de El Mácaro y desde
allí, por allá por los míticos años ochentas y noventas, viene haciendo su
labor de náufrago solitario pero que se proyecta en el tiempo y en quienes han
trabajado con el profesor Qüenza y cobra vida en un ejercicio que hoy vemos en
los libros de la Colección Bicentenario. Vaya nuestro tributo al maestro.
Así llegamos a nuestro tercer
punto: Los libros de la Coleccción Bicentenario se trata de una política
pública que nace a partir de la iniciativa del presidente Hugo Chavéz por democratizar
la educación y acercarla a la gratuidad. En el año de 2011 se inicia la
distribución de estos libros de textos cuya particularidad es que estaban
hechos por docentes venezolanos para las y los estudiantes del sistema
educativo venezolano. Para esta fecha ya se han distribuido más de 30 millones
de estos libros y en cada hogar, en cada biblioteca escolar la presencia de
esta colección se destaca.
Aunque es oportuno
indicar, en un acto autorreflexivo claro está, que es necesario fomentar su uso
más allá de lo realizado hasta ahora puesto que ha sido condenado, satanizado e
incluso censurado por algunos docentes ya que según ellos, ideologiza a los
estudiantes, ante lo cual nos preguntamos ¿y es que acaso los libros de las
editoriales privadas no ideologizan? Ejemplos hay bastantes de algunas
editoriales que incluso fomentan el endorracismo, pero este es tema de otro
costal. A pesar de las críticas mal intencionadas y las campañas de
desacreditación la Colección Bicentenario se ha ido superando a sí misma y ha
perdurado en el tiempo lo que significa ya de por sí una cuota de éxito importante.
Sin embargo, es importante superar
algunas prácticas que afloran en las sociedades capitalistas y que se
manifiesta en actitudes como el acto posesivo de hacerse de dichos textos con
el solo fin de acumularlos por acumularlos, pues su uso deviene en la nulidad
absoluta “porque como el niño o la niña ya pasó de grado...” como si su valor
monetario se incrementase con el paso de los años, no. Se trata de un texto pensado,
realizado y destinado a la población estudiantil y para tal fin debe ser
aprovechado como recurso, su mejor destino sería estar siempre en las manos de
algún estudiante. Es al fin y al cabo una inversión realizada por el Estado que
termina ocupando un espacio en los anaqueles familiares, en el más optimista de
los casos, porque en otros termina siendo el libro de las mutilaciones de donde
se extraen las imágenes que agregaremos en nuestros trabajos o carteleras,
hasta el momento en el cual pasa a engrosar el desperdicio que se genera o
acumula en casa, triste final para un libro.
El tiempo, como el agua bajo el
puente, ha pasado. Algunos de nuestros maestros y profesores la usan otros por
el contrario niegan su existencia y continúan apegados a textos cuya tendencia
es opuesta a lo que somos como personas, como pueblo y como sociedad.
Una cuarta consideración es que el libro ha sobrevivido a mil batallas y todavía está allí. Desde sus inicios se le ha condenado a muerte pues es transmisor de ideas que contaminan el espíritu con eso de la libertad, el amor, la esperanza. Con la aparición de la prensa diaria se pensó que moriría pero la batalla ya sabemos quien la ganó. Cuando el arte teatral cobró auge como mecanismo de comunicación se pensó que los días finales del libro estaban escritos pero tal como ocurre en algunas reediciones, la vida del libro fue ampliada. Luego con la aparición de la radio el vaticinio fue relanzado y hoy en día los radioescuchas son una especie rara. Más tarde con la aparición del cinematógrafo, de nuevo, los oráculos gritaron a los cuatro vientos que la muerte del libro sería pronto, pero ocurrió un fenómeno extraño por no decir asombroso, el libro es el gran inspirador o la fuente interminable de las grandes producciones del mundo del cine. Con la llegada de la era digital de nuevo los gritos han sido ensordecedores pero el libro seguirá allí, enfrentando tiempos imprevisibles pero tan vivo como siempre, a pesar de que le hayan decretado la muerte en infinidad de ocasiones.
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